martes, 3 de febrero de 2015

De la Oración

y Jesús se retiró al monte a orar...
A veces caemos en el activismo, en el voluntarismo, en el esfuerzo por cambiar... y no vemos resultados.
A veces olvidamos que la fuente no está en nosotros, sino que es Él.
Y de esa fuente se puede beber en la oración, para experimentar, para atisbar, para rozar... algo de su Presencia.
Y ese roce es...
imposible de verbalizar.
Lo que sí se puede verbalizar es el efecto de ese roce:
Orar te pone en otra onda. Te pone en otra sintonía.
No es que suenes más fuerte o más alto.
Es que suenas, vibras y vives en otra onda. Cambias de sintonía.
Los efectos, los frutos de una oración profunda, duradera y constante son imperceptibles a corto plazo, pero pueden transformar la vida y la persona.
Hace un tiempo, por motivos de trabajo, tuve que ir sólo a una ciudad lejana. Mi estancia iba a durar seis meses, iba a estar sólo, sin mi familia.... y sentí la necesidad de orar intensamente, todos los días, varias veces al día.
El efecto no lo experimenté a corto plazo, pero con los días, me sentía diferente. Tenía más paz, más fuerza, más confianza.... Incluso miraba al mundo de forma diferente. Había cambiado de onda sin darme cuenta y sin proponérmelo. Era que estaba más cerca de Dios, y esa cercanía transformaba mi vida. Igual que cuando te acercas a una hoguera, te calientas, la cercanía a Dios "calienta" tu ser.

Os mando una reflexión preciosa de Pablo d'Ors sobre la meditación y una anécdota de Santa Teresa de Jesús sobre la oración y las prisas:
"Cuando la Madre Teresa de Calcuta comenzó su actividad de atender a los leprosos y a los últimos, instauró en la orden la regla de rezar una hora al día.
La actividad fue creciendo y cada vez había más enfermos que atender y cuidar. 
Las hermanas empezaban a no dar abasto y a faltarles el tiempo para llegar a todo lo que tenían que hacer.
Cuando llegó ese momento, la Madre Teresa les dijo a sus hermanas: "hermanas mías, veo que la actividad nos empieza a superar y vamos a tener que tomar una decisión para poder llegar a todo. 
A partir de hoy, vamos a rezar dos horas cada día".

Abrazos,

Eduardo

La alegría de ser
Pablo d’Ors | Sacerdote y escritor

Algunas personas hemos tenido lo que se conoce como experiencia mística, un momento de contacto con un ámbito o esfera sobrenatural. El criterio para verificar la autenticidad de tales experiencias es su poder de transformación de la propia vida. El agraciado con una experiencia así no es el mismo tras la misma. Tampoco eso demuestra su carácter sobrenatural, pero le da una gran credibilidad. La primera experiencia mística que tuve –y la fundamental– fue a los 19 años y me impulsó a entrar en una congregación religiosa y a, años después, ordenarme sacerdote.
Esta experiencia espiritual se caracterizó por estos tres movimientos anímicos: sentimiento de ser reconocido y amado (existía Algo o Alguien a quien yo importaba decisivamente); necesidad de entregarme a esa Fuente de sentido que unificaba mi vida; profunda alegría. Dicho brevemente: sentimiento de ser amado, ardiente deseo de entrega y alegría del ser, no simplemente del ánimo.
No resulta difícil interpretar esta experiencia con las categorías propias de la fe cristiana: el Padre me ama; el Hijo me impele a entregarme, para ser otro Cristo para el mundo; el Espíritu infunde esa alegría del ser. El poder de la teología cristiana, sin embargo, no es tan determinante como para condicionar la experiencia misma. Quiero decir que la religión cristiana me ayudó a entender lo vivido, pero no en sentido estricto a vivirlo. Es muy probable que a lo largo de la historia hayan sido muchos los que hayan tenido una experiencia muy similar a la descrita y que no la hayan interpretado desde Cristo, sino desde otros dioses, profetas o mediadores divinos.
A propósito de Jesucristo, debo decir que en ninguna otra figura de la historia he encontrado un puente tan sublime y convincente a lo transcendente. De nadie sino de Él, he sentido que estaba realmente vivo. Y esta es la segunda experiencia mística a la que quiero referirme, claramente una explicitación de la primera: cabe amar y sentirse amado por una persona que estuvo en este mundo y que ya no vive en él. Esta experiencia sí que es genuinamente cristiana, mientras que la anterior puede vivirse desde cualquier confesión religiosa o sin ninguna.
Hay una experiencia mística más de la que quisiera dar cuenta en este escrito: la del silencio. Ser reconocido y amado, necesitar entregarse, relacionarse con Cristo y experimentar una alegría profundamente espiritual…, todo eso tiende a diluirse y hasta peligra con desaparecer si no es alimentado y revivido en el silencio interior. Tendemos por naturaleza a conservar lo vivido mediante el pensamiento y la acción. Pero ni el pensamiento ni la acción pueden mantener viva y eficiente ninguna experiencia espiritual por la sencilla razón de que las experiencias del Espíritu solo pueden mantenerse vivas por el Espíritu mismo. Rendirlo todo a Sus pies, todo sin excepción hasta la pobreza y desnudez más absolutas, eso es lo que se conoce en el cristianismo como contemplación. Y en eso se cifra la experiencia del silencio y de la meditación.
Para concluir diré que en toda experiencia espiritual hay una etapa del Padre, que es el Origen de la aventura humana; una etapa del Hijo, que es el Logos –palabra– que se entrega al mundo; y una etapa del Espíritu, que renueva la vida siempre en el silencio de la oración, único espacio-tiempo que los seres humanos reservamos exclusivamente para Dios. Mi experiencia de meditación es muy sencilla y podría resumirse en estos tres puntos:
            1. No es una técnica, sino un arte, lo que significa que no importa tanto el método cuanto la pureza o rectitud de intención.
            2. Basta la constancia y la simplicidad –recitar atenta y amorosamente un mantra– para que se produzcan unos efectos sorprendentes, que, sin embargo, no hay que buscar ni esperar.
            3. Esos efectos no se perciben casi nunca en la meditación misma, sino en la vida cotidiana, y son: lucidez, coraje y benevolencia, es decir, claridad mental, libertad en la acción y compasión hacia el género humano.
Quien así vive, experimentará la alegría del ser a la que más arriba he hecho referencia. Valgan estas pocas palabras como testimonio de mi humilde pero rotunda experiencia de hijo de Dios.
En el nº 2.927 de Vida Nueva


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