¡No nos cabe en la cabeza y menos en el corazón que la Buena
Noticia sea tan Buena Noticia!
El Amor de Dios desborda nuestras previsiones y nuestros
cálculos.
Donde no llegamos, se abaja para recogernos y levantarnos…
hasta la Salvación y la Eternidad. Son palabras demasiado grandes que a menudo
nos dan miedo o nos dejan perplejos. Y todo al final es fácil en la Confianza.
Nos cuesta entender e incluso aceptar que nuestra salvación
no la podemos alcanzar por nuestras obras, sino por el Amor inaudito de Dios.
Ojalá no nos escandalicemos del atrevimiento de Dios y
sepamos fundar nuestra vida en este Amor y en esta Buena Noticia, y vivamos
liberados de cargas estériles y vivamos enamorados porque somos infinitamente
amados.
Abrazos,
Catequesis del Papa sobre del paraíso, meta de
nuestra esperanza
Miércoles, 25 de
octubre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es la última catequesis sobre el tema de la esperanza
cristiana, que
nos ha acompañado desde el inicio de este año litúrgico. Y
concluiré hablando del paraíso, como meta de nuestra esperanza.
«Paraíso» es una de las últimas palabras pronunciadas por
Jesús en la cruz, al dirigirse al buen ladrón. Parémonos un momento en esta
escena. En la cruz, Jesús no está solo. Junto a Él, a la derecha y a la
izquierda hay dos malhechores. Tal vez, al pasar frente a aquellas tres cruces
alzadas en el Gólgota, alguien lanzó un suspiro de alivio, pensando que
finalmente se hacía justicia dando muerte a gente así.
Junto a Jesús está también un reo confeso: uno que reconoce
merecer ese terrible suplicio. Lo llamamos el «buen ladrón», el que,
oponiéndose al otro, dice: nos lo hemos merecido con nuestros hechos (cf. Lucas 23, 41).
En el Calvario, aquel viernes trágico y santo, Jesús
alcanza el extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores.
Allí se lleva a cabo lo que el profeta Isaías había dicho del Siervo sufriente:
«ha sido contado entre los malhechores» (Is 53, 12; cf. Lucas 22, 37).
Es allí, en el Calvario, donde Jesús tiene la última cita
con un pecador, para abrirle también las puertas de su reino. Esto es
interesante: es la única vez que la palabra «paraíso» aparece en los
evangelios. Jesús se lo promete a un «pobre diablo» que sobre la madera de la
cruz tuvo el coraje de dirigirle la más humilde de las peticiones: «acuérdate
de mí cuando vengas con tu reino» (Lucas 23, 42). No tenía buenas obras que hacer
valer, no tenía nada, pero se confía a Jesús, a quien reconoce como inocente,
bueno, tan diverso de él (v. 41). Aquella palabra de humilde arrepentimiento
fue suficiente para tocar el corazón de Jesús.
El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición
frente a Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por
nosotros, que Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su
amor. En las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones
este milagro se repite innumerables veces: no existe una persona, por mal que
haya vivido, a la cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la
gracia.
Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías, un
poco como el publicano de la parábola que se había detenido a orar al final del
templo (cf. Lucas 18, 13). Y cada vez que un hombre, al hacer
el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas son muchas
más que las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiarse a la
misericordia de Dios.
Y esto nos da esperanza, ¡esto nos abre el corazón! Dios es
Padre, y hasta el último momento espera nuestro regreso. Y al hijo pródigo que
ha regresado, que comienza a confesar sus culpas, el padre le cierra la boca
con un abrazo (cf. Lucas 15, 20). ¡Este es Dios: así nos ama!
El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho
menos un jardín encantado. El paraíso es
el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que murió en
la cruz por nosotros. Donde está Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él
existe el frío y las tinieblas. A la hora de la muerte, el cristiano repite a
Jesús: «Acuérdate de mí». Y aunque no existiese nadie que se acuerde de
nosotros, Jesús está ahí, junto a nosotros. Quiere llevarnos al lugar más
hermoso que existe. Quiere llevarnos allá con lo poco o mucho de bien que
existe en nuestra vida, para que no se pierda nada de lo que ya Él había
redimido. Y a la casa del Padre llevará también todo lo que en nosotros tiene
todavía necesidad de redención: las faltas y las equivocaciones de una entera
vida. Es esta la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla, y sea transformado
en amor.
Si creemos esto, la muerte deja de darnos miedo y podemos
también esperar partir de este mundo de forma serena, con tanta confianza. Quien ha conocido a Jesús ya no teme nada.
Y podremos repetir también nosotros las palabras del viejo Simeón, también él
bendecido por el encuentro con Cristo, después de una vida entera consumada en
la espera: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya
en paz, porque han visto mis ojos tu salvación» (Lucas 2, 29-30).
Y en aquel instante, finalmente, ya no tendremos necesidad
de nada, ya no veremos de forma confusa. Ya no lloraremos inútilmente, porque
todo ha pasado; también las profecías, también el conocimiento.
Pero el amor no, eso permanece. Porque «la caridad no acaba
nunca» (cf. 1 Corintios 13, 8).
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